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Eglise Saint Etienne du Mont

Yo, al igual que Julián del Casal, al caer la tarde, también experimento el deseo de vagar sólo, por las calles lejanas, desiertas y silenciosas. Camino largo tiempo hasta que los nervios se me adormecen, el hastío me envuelve y así, hasta siento un poco más de amor por la humanidad. Porque sólo en el ejercicio del flâneur, ya sea aquí o en otra ciudad, y también en el pueblo más olvidado del Demiurgo,  siento como el callejear me calma los humores, la bilis negra y amarilla, serenándome entonces de las neurosis provocadas por el encierro.

Por las tardes, cuando la gente entra a casa, yo salgo de ella. Resoluto ato con firmeza las correas al cuello de mis tortugas y salgo de paseo junto a ellas, sin apuro y sin rumbo. Salgo cuando nadie me obliga, y sigo mi inspiración como si sólo el hecho de torcer a derecha o izquierda constituyera ya un acto esencialmente poético, rindiéndole homenaje silencioso a Jaleux, a Benjamin, a Baudelaire, y a tantos otros perros vagabundos que establecieron su oficina en el refugio abierto de una ciudad, cuyas calles nos recuerdan tanto al tiempo de la infancia, cuando arrancábamos presurosos del hogar en el que crecíamos al momento justo en que la puerta se entreabría, sin más preocupaciones para nosotros que las de llenar el inmenso espacio del no tener nada que hacer.

Otro colega flâneur, Nervo, declaraba su predilección por salir a realizar la significativa labor de la errabundez (actividad tan metafísica como aparentemente llana, hermanada al mismo asfalto que se pisa al vagabundear), bien tarde por la noche, cuando las ciudades, como gigantes polifemos, descansan con un ojo abierto. Justo a esa hora, cuando los últimos (o penúltimos) trasnochadores van a la cama, y los madrugadores no se levantan aún, el monstruo se aletarga y permite dócil a los parásitos merodeadores auscultarla en su dormitar sin  temor de que estos se esgriman ante él como una mortal amenaza. El poeta mexicano, luego de una noche de vidente y vagabundo, podía caer en “cualquier” plaza: –Con una especie de festinación enfermiza, avanzo hacia las fauces del monstruo, ávido he recorrido algunas millas de aceras, voy a caer jadeante en una banca de la gran plaza de Trafalgar.

El arte del flâneur… vagancia mística elevada en éxtasis por las evaporaciones de un paisaje compuesto de pura vida. Tan disímil de la peregrina banalidad del vulgar mirón, aquel badaud que se detiene a olfatear con interés supino y ratonil en los quehaceres privados del pobre indiscreto que esparce por las calles sus miserias como hebras de una escoba vieja. El arte del patiperreo reflexivo requiere, en cambio, gran concentración, diversa en cualquier caso a la que muestra aquel condensado hombre de negocios que con entrecejo apretado va por las calles, las que pisotea como martillo, deambulando como si se tratase de un trampolín más o menos inclinado, obstáculo sin más que dificulta el arribo a su alta e importante colocación, refunfuñando contra todos quienes le entorpecen su transitar. Como si esta mayor o menor dilación que propone la inclinación de la calle o el estorbar de los cuerpos que se interponen ante él hicieran depender el destino mismo del mundo. ¡No! el flâneur es todo y nada de eso, es el urbanitas dotado del gran arte de extraer un relato comprensible de la inconmensurable marea de existencias que la olla citadina de grillos rebulle sin cesar.  Es él quién saborea la telaraña onírica que envuelve y enlaza un suceso de hoy con uno del más remoto ayer.

Porque para ejercer este arte se requiere detener el tráfago y escuchar, como José Martí quién flaneuriando en uno de sus viajes escribe: !Un día en Nueva York! Amanece y ya es fragor (…) Y debajo de la ciudad la vida ruge: se atropella la gente, los carros, como en batallas épicas, se traban por las ruedas: sube por el aire seco un ruido de cascadas (…) Llega el mísero a su despacho luminoso (…) y se dispara un tiro. (…) La gente se encoge de hombros: ¡Una bestia menos! Y al día sigue su curso.  Un muerto como una gota de lluvia, una vida raída en el tejido de la urbe donde se amasa la actividad de millones de personas, muchedumbre e individuo confundidos, y que sólo para el sonámbulo perpetuo que se niega a dormir el sueño hipnótico de la ciudad, esa muerte, que percute sobre el suelo como una moneda que cae de un bolsillo distraído, cobra sentido y se organiza en una breve narración de las propias impresiones.

Performance urbana la de este parásito extraño y repelente que se oculta en la trama enmarañada de la metrópoli para observarla, desde una atalaya más rasa e invisible que imponente y majestuosa, castillo de cartas. Vigilante de fronteras interiores este artista del callejeo que otea con atención el horizonte más cercano esperando el arribo de los barbaros, y no ceja en su cancerbear… Pero los bárbaros ya están dentro de Roma y se han confundido asimilándose en la aparentemente organizada anarquía. Pero -¡repito! – No deja sin embargo de buscarlos.

El flâneur, ese centinela gélido y siberiánico, no obstante, se conmueve con lo que percibe, y aunque sus ojos de hábil artífice no se vitrifiquen por la acción de las lágrimas que lo inundan, no es indiferente al dolor y a la melancolía de los habitantes de la urbe. Para Martí, por ejemplo, hombre de alma sensible, el verdadero día amanece en medio de la noche, aunque despierte entre llanto, y es al momento del paseo nocturno en donde puede convertirse uno en testigo casual de muchas escenas lastimosas, las que no se eclipsan ante el poeta caminante ni aunque la farola cómplice de la calle ahogue con vergüenza su luz,     – Un anciano se pasea silenciosamente debajo de un árbol callejero.– dice Martí-, Sus ojos, fijos sobre las personas que pasan, están cuajados de lágrimas (…) Una pobre mujer está arrodillada sobre la acera (…) En Madison Square vi cien hombres robustos padeciendo evidentemente las angustias de la miseria.

Ah… bello, bello, triste, triste, desasosiego que se balancea en oxímoron perpetuo… Pero todo callejeo tiene un regreso, ¿A que lugar? Eso no está claro, o ¿quizás?… Ambrogi, el salvadoreño, podría convencernos: ¡A casa! El café espera. Basta por ahora de flanerie.

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por Lágar Alexander Vilkas

*fotografía: Eglise Saint Etienne du Mont de Eugène Atget.

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